Alta, huesudísima, acalaverada, pelilarga, dentifalta, aquella mujer era una artífice de la sandez. Se llamaba Soledad. Soledad... y más; pero en todo el lugar la conocían como la niña Chole. Era una psicópata del idioma y un monumento viviente a la leperada nacional. Psicópata, porque asesinaba palabras, o con ellas asesinaba cualquier honra, cualquier nombre, cualquier fama. Monumento, porque nunca se volvería a encontrar, en cartilla única, otra galería completa del insulto. Un psicólogo habría aplicado un par de términos para explicar el vicio de aquella mujer: logomanía obsesiva y coprolalia. La gente cotidiana se contentaba con decir: "¡Jesús, qué trompa la de esa vieja!"
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